Hoy he hecho una lectura casual muy grata. Se trata de un
breve artículo sobre el lenguaje escrito en La Vanguardia por Emilia Conejo. No
recuerdo el título, pero habla, básicamente, sobre el descubrimiento de las
reglas del lenguaje, hecho que se produce inconscientemente durante la adquisición de
la lengua materna pero que surge también, con todas sus complicaciones, cuando
aprendemos una segunda o tercera lengua.
La reflexión sobre el propio lenguaje se llama "función metalingüística", ya apuntada por Jakobson hace muchos años. Esta función está muy presente en todos los hablantes respecto de su propia lengua. La vemos cada día en los niños que aprenden a hablar y nos hacen preguntas en principio inocuas pero endiabladamente difíciles de contestar de forma adecuada sin entrar en especificaciones sobre patrones agramaticales o estructuras sintácticas no posibles.
La función metalingüística se da de forma decisiva cuando uno intenta amaestrar una segunda lengua, aunque ahí contamos con el bagaje de la primera. Este hecho, en principio irrelevante, nos permite interpretar e internalizar estructuras nuevas y sorprendentes por contraposición o contraste.
Hace días intentaba explicarle a mi hija mayor la diferencia que hay en italiano entre los participios que toman el verbo essere como auxiliar y los que toman el verbo habere, para formar el pasado compuesto. Puedo decir “sono sempre vissuta a Barcellona” pero “ho vissuto una vita lunga e complicata”. Esa dicotomía le parecía extraña y poco económica. Bueno, le dije, las lenguas no siempre tienden a la solución más simple.
La admiración ante las distintas posibilidades de la estructura lingüística está en la base del quehacer de filólogos y lingüistas, hasta tal punto que no es posible leer una novela en otro idioma sin estar analizando a la vez el código. Cuando te encuentras, por ejemplo, una frase sendero de jardín en alguna novela o revista (una frase con ambigüedad sintáctica que te obliga a volver sobre tus pasos a mitad de lectura) sientes una satisfacción totalmente infantil, difícil de explicar. Es como para un entomólogo encontrar una rara especie de mariposa.
Igualmente asombrosos son, para el bilingüe inexperto, ciertos fenómenos encontrados por primera vez en otras lenguas. Recuerdo la primera vez que escuché en inglés una interrogativa con preposition stranding , del tipo: “What did you take that book out for?”. O una construcción resultativa, auténtico dolor de cabeza para el traductor exigente: The phone blasted me awake, o I´m drinking my troubles away.
Es hermoso seguir contemplado el lenguaje desde fuera y maravillarse de la complejidad que hay detrás de su aparente sencillez. Seguir mirándolo con los ojos curiosos del niño que empieza a descubrirlo o con el estupor del estudiante que intenta hacer suya una segunda lengua cuya estructura le desafía.
La reflexión sobre el propio lenguaje se llama "función metalingüística", ya apuntada por Jakobson hace muchos años. Esta función está muy presente en todos los hablantes respecto de su propia lengua. La vemos cada día en los niños que aprenden a hablar y nos hacen preguntas en principio inocuas pero endiabladamente difíciles de contestar de forma adecuada sin entrar en especificaciones sobre patrones agramaticales o estructuras sintácticas no posibles.
La función metalingüística se da de forma decisiva cuando uno intenta amaestrar una segunda lengua, aunque ahí contamos con el bagaje de la primera. Este hecho, en principio irrelevante, nos permite interpretar e internalizar estructuras nuevas y sorprendentes por contraposición o contraste.
Hace días intentaba explicarle a mi hija mayor la diferencia que hay en italiano entre los participios que toman el verbo essere como auxiliar y los que toman el verbo habere, para formar el pasado compuesto. Puedo decir “sono sempre vissuta a Barcellona” pero “ho vissuto una vita lunga e complicata”. Esa dicotomía le parecía extraña y poco económica. Bueno, le dije, las lenguas no siempre tienden a la solución más simple.
La admiración ante las distintas posibilidades de la estructura lingüística está en la base del quehacer de filólogos y lingüistas, hasta tal punto que no es posible leer una novela en otro idioma sin estar analizando a la vez el código. Cuando te encuentras, por ejemplo, una frase sendero de jardín en alguna novela o revista (una frase con ambigüedad sintáctica que te obliga a volver sobre tus pasos a mitad de lectura) sientes una satisfacción totalmente infantil, difícil de explicar. Es como para un entomólogo encontrar una rara especie de mariposa.
Igualmente asombrosos son, para el bilingüe inexperto, ciertos fenómenos encontrados por primera vez en otras lenguas. Recuerdo la primera vez que escuché en inglés una interrogativa con preposition stranding , del tipo: “What did you take that book out for?”. O una construcción resultativa, auténtico dolor de cabeza para el traductor exigente: The phone blasted me awake, o I´m drinking my troubles away.
Es hermoso seguir contemplado el lenguaje desde fuera y maravillarse de la complejidad que hay detrás de su aparente sencillez. Seguir mirándolo con los ojos curiosos del niño que empieza a descubrirlo o con el estupor del estudiante que intenta hacer suya una segunda lengua cuya estructura le desafía.
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